La semana pasada llevaron a cabo las elecciones presidenciales en Estados Unidos. El resultado dio como ganador a Donald Trump con un total de 312 votos electorales frente a los 226 obtenidos por Kamala Harris. Es un hecho. Trump volverá a ser investido presidente de Estados Unidos el próximo año y con su victoria un nuevo panorama político internacional se asoma.
Los comentarios contra Trump no se han hecho esperar y en múltiples columnas de opinión puede leerse reflexiones de todo tipo. Desde algunos que afirman que la victoria de Trump es la victoria de “una manera masculinizada, agresiva y desacomplejada de relacionarse con los demás” en el que pierde el “nosotros incluyente”, hasta de significar un “quiebre” en la democracia norteamericana y ser uno de los grandes retos para Estados Unidos desde la Guerra Civil. Todos estos comentarios no son más que lamentaciones de un sector que prefiere el academicismo como medio para no aceptar su derrota y no aceptar que es la democracia, el sistema que tanto defienden, lo que les ha fallado. Prefieren decir que su derrota se debe a una ruptura del sistema democrático, y reviven para ello el fantasma del autoritarismo, antes que aceptar que Trump ganó gracias a los mecanismos mismos de la democracia. Sí, señores, fue su misma democracia la que escogió a Trump y no a ustedes.
Muchos de estas críticas se basan en que Trump ha logrado imponerse en su partido, ha obtenido mayoría republicana en el Senado, así como, por las facultades del presidente, podría tener injerencia en otras instituciones y el nombramiento de personas en puestos clave, con lo afectaría algunos derechos ciudadanos. Sin embargo, a pesar de las denuncias de que Trump es un aspirante a autócrata, de que es fascista o que controlará el sistema norteamericano, Cas Mudde, experto en el estudio de los populismos de derecha, afirma que la democracia norteamericana es compleja y tiene mecanismos de defensa lo suficientemente sólidos, como la imposibilidad de modificar la Constitución (una carta usada por autócratas para perpetuarse en el poder) como para que Trump, si acaso lo intentase, pudiera destruirla.
Lo cierto es que la victoria de Trump, lejos de significar una amenaza para la democracia norteamericana, es en realidad la derrota de la ideología woke (de “estar despierto”) y de la izquierda en Estados Unidos. La ideología woke o wokismo es una forma de pensar y sentir el mundo que ha proliferado en la última década y, me atrevo a decir, ha minado las relaciones sociales en diferentes aspectos. Todo esto se debe a que los wokes cargan con la malsana tendencia a creer que todo cuanto ocurre, que toda interacción social siempre tiene una carga de discriminación intrínseca. Esto quiere decir que los wokes asumen que hay racismo, machismo, homofobia, clasismo, transfobia, gordofobia, mentalismo (discriminación a neurodivergentes) y demás formas de opresión o rechazo en toda institución social. Es más, explican muchos procesos sociales a partir de estos únicos factores, los cuales son acentuados si el interlocutor es una persona catalogada como “hegemónica”. Para un woke resulta más fácil explicar un hecho desde el victimismo y con variables de opresión ilusorias e inexistentes antes que a través de hipótesis más complejas y evidencia.
Este wokismo o sensibilidad extrema ha llegado a los más altos círculos académicos y políticos de la sociedad occidental, dando como resultado la cancelación y censura de quienes se opongan. Así, pues se impide críticas a la inmigración ilegal al tachar de xenófobo a quien lo haga. Impide la sugerencia del peligro del fundamentalismo islámico, quien lo sugiera es islamófobo, evita la crítica a las teorías queer, sino la persona es tránsfoba u homofóbica, tal cual ocurrió con Richard Dawkins. Incluso, ha llegado a minar la investigación científica desde dentro al promover el identitarismo antes que el mérito. Esta mentalidad es la que ha sido derrotada políticamente en Estados Unidos. En lugar de que la generación woke generara un cambio coherente, su propia obsesión con la corrección política unió al sector conservador más recalcitrante con las personas razonables en una cruzada contra la irracionalidad y su sensibilidad extrema. El wokismo juntó a la gente que pudo simpatizar con su causa con la reacción porque simplemente están hartos de tanta falta de sentido común. Están hartos de tanto wokismo.
Ahora, sabemos que Trump tampoco es un santo. Queda claro que su discurso es populista y que ha aprovechado algunas de las polarizadas discusiones creadas por el wokismo para darle gusto a su público objetivo. También debemos recordar que su mal manejo durante la pandemia le significó la derrota en las elecciones del 2020. Sin embargo, esta vez, la victoria de Trump podría significar una victoria para la humanidad a largo-plazo, es decir, una victoria para el futuro. Básicamente porque ha logrado el apoyo de un sector muy importante con el cual Estados Unidos podría retomar la carrera tecnológica y enfrentarse a China en la competencia por posicionarse como el ideal futurista de la sociedad humana mundial: el apoyo de algunos magnates de Silicon Valley o “tech billionaires”.
En este siglo el futuro se ha asomado con mucha más fuerza que en otros tiempos. Esta vez, la proyección sobre cómo podría ser el futuro ha abandonado la especulación racional de los siglos anteriores para basarse en avances científicos que, de masificarse y mejorarse, podrían traer consigo grandes beneficios a toda la población. Estamos hablando de las tecnologías de la Cuarta Revolución Industrial. Nanotecnologías, biotecnologías, tecnologías de la información e interfaces cerebro-computadora son algunas de las novedades que prometen mejoras en la calidad de vida, educación, política, transporte y múltiples áreas. Si somos capaces de canalizar el uso de estas tecnologías para nuestro bien, podríamos aumentar nuestro tiempo de vida, mejorar nuestra inteligencia, colonizar el espacio y transformar planetas estériles en tierras, modificar la naturaleza y automatizar múltiples procesos. Es decir, el futuro de la humanidad podría ser glorioso.
Aquel glorioso futuro para nuestra civilización no tiene bandera aún, pues ningún país ha asumido abiertamente como objetivo su concreción, pero algunas tímidas proyecciones podemos notar. En los últimos años, es un hecho la competencia tecnológica entre países por desarrollar sistemas de inteligencia artificial más complejos, mejorar los viajes espaciales, elaborar fármacos más eficientes basados en ingeniería genética, entre otros. Al menos en inteligencia artificial e ingeniería genética, China parece pisarle los talones a Estados Unidos. Tampoco es de extrañar que, por la magnitud de las inversiones chinas en infraestructura en el mundo, así como sus políticas de digitalización del gobierno, exportación del modelo digital chino y avances tecnológicos en la vida cotidiana, como el sistema de crédito social o las cámaras en todo su territorio, China sea percibida como la encarnación del futuro de las sociedades humanas.
Resulta, pues que, con Trump, Estados Unidos no dejaría de lado aquel sueño. Las promesas de campaña del republicano invitan a pensar que tomará medidas para estimular la economía nacional a través de políticas proteccionistas (a esto se debe que los liberales y libertarios renieguen de Trump). Esta actitud quizás afecte a otros países y puede que perjudique al mismo país, pero en términos del futuro de la humanidad, si Estados Unidos invierte en su desarrollo tecnológico, estaría acelerando la ocurrencia de aquel futuro glorioso. No debe olvidarse que Elon Musk apoyó abiertamente su candidatura, tanto con donaciones como a través de la plataforma X, ni tampoco que Musk es reconocido por sus intrépidas inversiones futuristas. ¿Será en el gobierno de Trump que veremos vehículos autónomos invadiendo en masa las calles norteamericanas, droides caseros inteligentes, un tránsito más veloz hacia Smart Cities, masificación de Neuralink e interfaces cerebro-computadora (transhumanismo), así como el inicio de la colonización de Marte? Otro factor a considerar es que, una vez anunciada la victoria de Trump, CEOs y directores de importantes firmas de la industria tecnológica, tales como Mark Zuckerberg (Meta), Jeff Bezos (Amazon), Tim Cook (Apple), Sam Altman (OpenAi), Sundar Pichai (Google), entre otros, saludaron rápidamente al próximo presidente y expresaron su deseo por contribuir y trabajar en un proyecto común con su administración. ¿Veremos un Estados Unidos repotenciado que incline la balanza del futuro hacia occidente? ¿La balanza de un futuro que parece asomarse con fuerza desde China, Singapur, Japón y otras latitudes del Este?
Quizás las relaciones geopolíticas internacionales (guerra Rusia-Ucrania, conflicto Israel-Palestina, tensión Taiwán-China) se compliquen con la victoria de Trump. Algo similar puede que ocurra con las problemáticas sociales, como el control migratorio o el retroceso en asistencias sociales, y la polarización política mundial entre conservadores y progresistas. No obstante, al margen de todo esto me atrevo a sugerir que, de concretarse el proyecto común entre la administración Trump y la industria tecnológica, el futuro glorioso podría acelerarse. Si la victoria de Trump implica la derrota del wokismo y de su enfoque cortoplacista que atiende a sensibilidades antes que problemas reales (esperemos que su derrota se dé a nivel internacional pronto), las consecuencias de la administración Trump solo serían un pequeño precio a pagar a cambio de acelerar aquel glorioso futuro civilizatorio. No importa si es Estados Unidos o China el que lo logra, pero acelerar el adelanto tecnológico desde un enfoque largoplacista resulta imprescindible para asegurar nuestra continuidad como especie y conquistar el cosmos. Parece pues, que la victoria de Trump fue la derrota del wokismo, pero también la victoria del futuro.
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