Hace dos días fue el Día Mundial de la Salud Mental, pero, para muchos, esa fecha pasó desapercibida, como tantas veces lo ha hecho la salud mental en nuestro país. No hubo grandes anuncios, no se escucharon compromisos serios por parte del Estado, y la realidad sigue siendo la misma: la salud mental sigue siendo un privilegio de pocos, cuando debería ser un derecho de todos.
Tuve la dicha, si se puede llamar así, de haber recibido atención psicológica y psiquiátrica cuando más lo necesité. Enfrentar episodios de ansiedad, estrés y agotamiento mental no es fácil, y encontrar un profesional que me acompañara en ese proceso fue clave para retomar las riendas de mi vida. Pero soy consciente de que mi experiencia es casi un lujo en el contexto peruano. No todos tienen esa suerte en el Perú, y esa es una tragedia que no podemos seguir ignorando. Las cifras son estremecedoras: según la OMS, más de tres millones de peruanos padecen algún tipo de trastorno mental, y la mayoría de ellos nunca recibe la atención adecuada. Y lo que es más trágico: muchas de estas vidas podrían haberse salvado si se hubiera brindado la atención necesaria.
¿Y por qué? Porque el sistema de salud no está preparado, porque el presupuesto es insuficiente, porque la atención en salud mental en nuestro país sigue siendo tratada como un lujo y no como una necesidad básica. El Estado apenas destina el 2% de su presupuesto en salud a este campo, y eso se refleja en largas colas, profesionales sobrecargados y centros que no dan abasto.
Perú cuenta con una Ley de Salud Mental, la N° 30947. Esta normativa promulgada con la intención de mejorar el acceso a los servicios de salud mental. Sin embargo, esta ley, aunque bien intencionada, sigue siendo una promesa vacía. Y esto no solo afecta a los peruanos, sino también a los casi dos millones personas migrantes que han llegado al país buscando una vida mejor. Muchos de ellos arrastran problemas emocionales y psicológicos derivados de crisis y traumas, pero se encuentran con las mismas barreras de acceso que nosotros.
Mientras tanto, los suicidios aumentan, la depresión sigue su curso, la ansiedad se convierte en una constante en las vidas de muchos jóvenes. El Estado no ha invertido lo necesario para que la salud mental sea una prioridad.
No es cuestión de caridad, es cuestión de justicia. La salud mental debe estar en el centro de nuestras políticas públicas, porque sin salud mental no hay desarrollo, no hay futuro. Es indignante que, en pleno siglo XXI, sigamos tratando estos problemas como si fueran secundarios, cuando en realidad son una parte fundamental del bienestar de las personas.
El 10 de octubre fue el día Mundial de la Salud Mental, y más que conmemorar, todos debemos llamar a la reflexión y a la acción. Todos merecemos un sistema de salud mental de calidad, accesible para todos, sin discriminación de clase, género o lugar de residencia. No podemos seguir relegando este tema a un segundo plano. La salud mental debe ser una prioridad nacional. Porque si algo está claro es que sin salud mental, no hay vida digna.
Es urgente que se asigne un mayor presupuesto y que se promuevan campañas de sensibilización para romper el estigma en torno a los trastornos mentales. Solo así podremos construir una sociedad más inclusiva y saludable, donde nadie quede atrás.
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