En la vorágine de la vida, pocas veces valoramos lo simple. Recordamos grandes eventos, pero son los pequeños momentos los que dejan huella. Hoy reflexiono sobre actividades sencillas entre padre e hijo, como ir al cine, tomar un café en un lugar viejo o caminar por la Plaza San Martín.

Ir al cine no es solo ver una película; es compartir un espacio donde surgen conversaciones espontáneas. ¿Qué película ver? ¿Te gustó el final? Esas preguntas, aunque simples, abren diálogos profundos. Años después, quizás olvidemos la trama; pero, recordaremos la risa o el comentario compartido.
Tomar un café en un lugar antiguo tiene su magia. No son los cafés modernos, sino esos rincones desgastados por el tiempo, los que guardan historias. Una taza de café se convierte en una excusa para conversar sin prisas, para compartir anécdotas y consejos que, de otro modo, quedarían en el olvido.
Caminar por la Plaza San Martín es otra actividad simple pero significativa. Observar a la gente, sentarse en un banco, hablar de sueños y miedos. No se necesita un plan elaborado; basta con estar presentes. La plaza, con su historia, se convierte en el telón de fondo de una conexión que va más allá de las palabras.
Estos momentos, aunque sencillos, son poderosos. No requieren grandes gastos ni preparativos, pero construyen recuerdos duraderos. En un mundo acelerado, detenerse a disfrutar de lo sencillo es un regalo. Y aunque olvidemos los detalles, lo que perdura es el sentimiento de cercanía y amor que se construye en esos instantes compartidos.
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