Sheyla Cóndor, una joven de 26 años, desapareció, y la respuesta de la comisaría de Comas fue indiferencia y burocracia. Claro, porque en el Perú la desaparición de una mujer es algo tan cotidiano como el tráfico de las seis de la tarde en la Javier Prado. Su madre, desesperada, llegó a la comisaría buscando ayuda, pidiendo auxilio, y no encontró más que excusas burocráticas y la misma frase de siempre: “Espere 24 horas”.
Hoy, Sheyla no está. Su cuerpo sin vida es otra cifra más en la larga lista de feminicidios en el Perú, un país donde las mujeres asesinadas por sus parejas ya ni siquiera sorprenden. Y, como si esta tragedia no fuera suficiente, el principal acusado, Darwin Marx Condori Antezana, un policía con antecedentes de violencia, fue encontrado muerto en circunstancias que aún se investigan.

Con su muerte, Darwin Condori ya no enfrentará a la justicia, pero el caso está lejos de cerrarse. Este hecho saca a la luz el lado más oscuro de nuestras instituciones: desde las trabas burocráticas que enfrentó la familia de Sheyla al intentar denunciar su desaparición, hasta los indicios de que Condori habría recibido ayuda para eludir su responsabilidad. Además, resulta indignante que, pese a contar con denuncias previas, incluyendo una por violación grupal, este suboficial siguiera activo en la Policía Nacional del Perú.
El caso de Sheyla no solo es desgarrador, sino revelador. Darwin Condori, señalado como el principal sospechoso, no era un desconocido. Formaba parte de la institución encargada de protegernos, pero acumulaba denuncias por violencia física y sexual. Tres mujeres habían señalado su conducta abusiva, y aun así, él seguía vistiendo un uniforme que debería representar protección y justicia. Esto deja al descubierto un sistema que, con negligencia y falta de acción, permite que individuos así permanezcan en cargos clave.
Esto no es un ataque a la PNP como institución. Entre sus filas hay héroes que honran el uniforme con valentía y vocación, pero casos como el de Darwin empañan su imagen y minan la confianza pública. Entonces, ¿cómo diferenciamos a los buenos de los malos cuando el sistema permite que la desidia y la inacción prevalezcan?
Lo más indignante es que Sheyla pudo haber sido salvada. La inacción frente a su desaparición —ese terrible “espere 24 horas”— es un reflejo de un problema más profundo. Las comisarías, en lugar de ser refugios de ayuda, se han convertido en centros donde el personal parece desmotivado, mal capacitado y desbordado. En lo que va de 2024, se han registrado 118 casos de feminicidio en el Perú, un aumento del 5.4% respecto al año pasado. Cada dos días, una mujer es asesinada.
En el Perú existen leyes como la Ley N.° 30364, diseñada para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. Sin embargo, este caso demuestra que el problema no está únicamente en la falta de leyes, sino en su ejecución. Un sistema que no actúa con rapidez y eficacia frente a casos de desaparición y violencia perpetúa la injusticia y el miedo.
Casos como el de Sheyla reflejan el hartazgo social frente a la negligencia e inacción de las instituciones que deberían protegernos. Este caso nos exige como sociedad un debate profundo sobre cómo reformar estos sistemas para garantizar que ninguna familia vuelva a enfrentar el dolor y la impotencia que vivió la familia de Sheyla.
Basta de indiferencia. Basta de excusas. Sheyla merece justicia. Su familia merece respuestas. Las miles de mujeres que siguen desapareciendo también la merecen. Si estos casos no nos indignan profundamente, entonces somos cómplices de un sistema que le sigue fallando a nuestras mujeres. No podemos quedarnos en silencio, porque el silencio también mata.
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